Thursday, February 28, 2008


Apaga los ojos:

Cuando el viento sea impredecible, cuando creas que no podrás seguir evitando resquebrajarte, cuando todo lo que eras se ha ido a la mierda y tu incapacidad de reacción maneja los acontecimientos; apaga los ojos por un segundo, será eterno, será para siempre, aunque nada sea para siempre... será para siempre.

Apagar los ojos no siempre se consigue, duele la cabeza y los órganos laterales se te pueden caer, yo dudaría en hacerlo, sobre todo cuando llueve, no me gusta agacharme a recoger mis pulmones del suelo húmedo, humeantes; justamente sin mis brazos y muchas personas extrañas, observando al rededor.

Los hombres inteligentes apagan las luces, se desvanecen en la oscuridad y recubren sus lugares con flores de colores, que siempre están de más, porque no se pueden ver. Yo soy como leones en la calle, soy como miles de leones intentando despegar, soy una maldita no creencia, un despojo de lo que puedo llegar a ser, alguien que escucha por las calles voces apretadas: “cuidado campeón, el diablo anda suelto”... (y hace estupideces, para mi que hace estupideces). Frente a mí camina lento, y canta músicas color café, siempre entona dulcemente, aunque su aliento apesta, casi tanto como el mío y evita que mis amigas en la habitación, puedan afinar su guitarra... y ella levanta el teléfono, olvidando al diablo alado, mío; que está junto a mi. Cabizbajo, el diablo, dilata su mirada y aturdido me cuestiona; le asustan las cosas que puedo, yo, pensar de dios; ella sigue en la guitarra, se suicida abiertamente, es una chica sensible, de las que mueren sin razón.

Algunas personas la vieron agonizar, preferirían tener la mente nublada y cosas volando por ahí, cuando entablaban una discusión, cuando todo trata de no hablar. Pero ella era distinta, no era normal; yo le contaba los ojos cada día, y los labios, y los dedos de los pies, me aseguraba de que todo fuera siempre así; por eso era distinta, yo no era normal. Pudimos acariciarnos un par de veces más y evitarnos días absurdos, de esos en los que no quieres vivir, cuando todo suena igual, cuando tus palabras se te escapan, se van volando por el aire y tú, detrás de ellas, corriendo como un tonto, enfermando la ciudad y sus estúpidos silencios a la hora de la siesta, porque yo no puedo dormir; y los estúpidos que duermen, porque es necesario.


Pintaba las uñas de sus dedos, menos una; disparaba entre mis piernas, queriendo evitar mi reproducción, le faltaba algo de puntería, siempre fue mala para esas cosas; siempre dijo las palabras incorrectas; siempre calló, siempre cayó. Permanece en silencio, aunque yo imagine escucharla, por temor a su “no estar”; por temor a millones de segundos, buscando sus palabras en los labios de alguien más, buscando sus palabras en mi ventilador, distorsionadas, como ella, cuando agarrada de mis manos, hablaba frente a el.

Tal vez la espero a ella sonar, detrás de esas muy suaves melodías locas, que provienen de mi desperdiciado ventilador, cuando estoy en la cocina, o en cualquier lugar de mi confundida casa, mi lugar para vivir. La espero a ella aparecer, detrás de lo que dice, después de lo que dice o lo que pueda llegar a decir.

En innumerables ocasiones dependí de no tener una persona a mi lado; al tratar de inventármela siento que por dentro estoy lleno, que no me falta nada, siento que por fuera no está, que poco a poco muero, que deseo vomitar, que puedo gritarle sin medida a idiotas con los culos reventados, que intentan hacerme creer todas sus mentiras. Camisas y pantalones de mierda, hechos todos para vender.

El tiempo es implacable, remarca las ausencias, sabe mucho de esperar, no termina, no existe; ella odiaba el tiempo, nos robaba compañía; también canciones y besos, sobre todo besos, porque son los más necesarios, cuando no tienes nadie a quien besar. De repente había orquídeas, tiradas por todas partes, bailando con desesperación, atentando contra el suelo, contra mi empinado corazón; en casa ella saltaba, al derecho y al revés, se detenía a decir cosas extrañas, nunca la entendí, pero la amaba, creo que la amaba... creo que ella a mi.

Simplemente todo se desprendió, ella, el teléfono y su guitarra; arden en el fuego, sentados junto a mi, mordiendo sin cuidado alguno, los pedazos de piel que nos cuelgan de la piel, y con ellos el amor, que nunca está de más.

Si hubiese apagado mis ojos nada sería así, pero no los apagué.

Yo prefiero experimentar las cosas sin sentido de la vida.

.jhn

ps: apago las luces y las vuelvo a encender, a pesar de las mil abejas que se abortan en mi cara, que prefieren la oscuridad... y a mi, sin hablar, sin cabeza.

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